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jueves, 20 de junio de 2024

 DINÁMICAS DEL LECTOR


 


                Me ha intrigado siempre una cita de Macedonio Fernández que dice: «La del lector es la carrera literaria más difícil». Macedonio, ya saben, fue un escritor argentino maestro de Borges. He recordado esta cita porque es tiempo de Feria del Libro en Madrid y todos dan vueltas al asunto de la lectura. Unos dicen que se lee menos, otros que hay más lectores que nunca y algunos que se lee poco y mal. En fin, que he estado pensando en esto y voy a añadir unas notas.

                Se me ocurre de principio aceptar que los lectores sean la parte más importante del hecho literario, pues, por ejemplo, críticos, editores y agentes no son más que lectores con diferente motivación. ¿El lector más importante que el escritor? Bueno, sigamos el juego a Macedonio.

                ¿Por qué la del lector la actividad más difícil? Ya sabemos —al menos quienes hayan leído al argentino— el juego que se traía con los lectores el autor de la inconclusa novela Museo de la novela de la Eterna. En esa obra, inacabada a propósito o comenzada indefinidamente por el escritor, se apela al lector para convertirle en personaje. Macedonio quería al Lector salteado como destinatario ideal de su obra de infinitos prólogos. El Lector salteado de Macedonio «no ejerce una actividad curiosa de final, sino un recorrido que hace sus búsquedas, que elige sus propios criterios, se mueve en el texto con autonomía, es atópico».

                Macedonio buscaba un lector torcido, como decía Canetti que se adquiere el saber, mediante el salto de caballo del ajedrez. No quería al Lector seguido, que es «aquel rutinario de la vida cotidiana que traspone ingenuamente sus ordenamientos ininterrumpidos, consolidados y tranquilizadores a sus experiencias artísticas». Con todo lo dicho no es de extrañar que Macedonio considere esa “carrera” tan difícil.

                Para aclararme he pasado a ver qué han dicho otros. Un teórico de la lectura, Wolfgang Iser, afirmó que «el lector ha llegado a ser la “referencia sistemática”. También Ignacio Echevarría, un solvente crítico y editor español, proponía que «el lector es el nuevo héroe literario».

                Referencia, héroe, carrera difícil… Así estamos. Parece todo muy complicado. Por el contrario, los lectores del siglo XXI son más simples. En su mayoría, leen lo que les ofrecen los medios de masas o los premios millonarios. No se complican la vida. Es lo que he llamado en otro lugar el “lector estuche” (El lector estuche I y II, Revista Entreletras, 2023), un lector blando y acomodado, amigo de seguir el gusto de la mayoría y pica en las coloridas mesas de novedades

                Entonces, ¿qué tipo de lector es un héroe, una referencia sistemática, un lector con carrera? El lector actual promedio parece que no. Más bien sería un tipo de lector o lectora insólitos y activos. Y paradójicamente, para ese lector la situación actual de la literatura —auge mercantilista, sobreproducción, barullo editorial— me parece una oportunidad. Aguza el ingenio, convierte a ese lector insólito en detective.

                Del lector detective ya habló Ricardo Piglia en su libro El último lector. De él dice que su lectura es siempre inactual, está siempre en el límite. Su programa —añade— es el de la lentitud, un demorarse para llegar el último. «La figura del último lector es múltiple y metafórica», concluye el autor argentino. Recuerda al «private eye», el detective privado que interroga las huellas del crimen, ese descifrador de enigmas que nace con el Dupin de Poe y se estira en el Marlowe de Chandler o en el Sam Spade de Hammet. Este lector pasa de largo las mesas de novedades, esquiva los premios, soslaya las reseñas interesadas y se adentra en el oscuro fondo de la librería en busca del ejemplar insólito.

                Ese programa de la lentitud es el que usa muy bien la escritora Elisa Rodríguez Court, que en su libro La penúltima lectora hace lecturas lentas e inteligentes con esa demora propia de una flâneuse que recorre las veredas de libros amados, dejando notas al pie sabias y verdaderas. «Leer —dice Rodríguez Court— ha de parecerse al instante en que entro en mi frío dormitorio y mi propio cuerpo muerto me coge del todo desprevenida».

                Se me ocurre que quizá el lector más cercano a lo que venimos buscando sería, en estos tiempos apresurados, el lector de poesía, el último reducto de lo literario.

                Pero volvamos a la dichosa frasecita de Macedonio. ¿Por qué el lector ha de hacer una “carrera” literaria? Pareciera que no es suficiente con leer e interpretar los textos. ¿Por qué es tan importante la “función” del lector? Me acuerdo de la novela Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, en la que los libros están prohibidos, el estado los persigue y los quema con potentes lanzallamas. Contra esa desaparición hay lectores que los memorizan y los “narran” a quienes quieran leerlos de nuevo. Todo esto está muy bien, pero la pregunta es: ¿dónde estaban los escritores? ¿qué hacían para perseverar el futuro de la literatura?

                Pues la respuesta es nada, los escritores no hicieron nada porque habían desaparecido, dejaron de escribir hace mucho tiempo, cuando la sociedad se acostumbró a la inexistencia de los libros y su interés se desvió al mero entretenimiento (series de televisión, viajes) y a la ausencia de reflexión. Los escritores y, en consecuencia, la industria editorial, desfallecieron y renegaron de su función primordial, que era “mantener el nivel alcanzado” por la tradición literaria. Solo los lectores, ciertos lectores, mantienen la herencia literaria, el arte. Aquellos lectores no se dejaron vencer.

                En la sociedad actual no se persiguen los libros, sino que se multiplican, proliferan, se venden en cualquier sitio. Algunos dicen que tal profusión de libros convierte lo literario en una selva feraz e inextricable. Al contrario que en la novela de Bradbury, ahora los escritores abundan, casi todo el mundo escribe. No se persiguen los libros, no se prohíben. Entonces, ¿cuál es el problema?, preguntan algunos.

                Ningún problema, diría yo, pero me doy cuenta de que en este embrollo necesitamos otro tipo de lector. Necesitamos a ese lector detective, al lector héroe, a la penúltima lectora y al último lector.

                La tarea del lector del siglo XXI ha de ser aquella que proponía Michel de Certeau en su libro La invención de lo cotidiano. Las artes de hacer. Venía a decir Certeau que el lector debía convertirse en cazador furtivo. Creo que merece la pena citarlo en su extensión: «Muy lejos de ser escritores, fundadores de un lugar propio, herederos de labriegos de antaño, pero sobre el suelo del lenguaje, cavadores de pozos y constructores de casas, los lectores son viajeros: circulan sobre las tierras del prójimo, nómadas que cazan furtivamente a través de los campos que no han escrito, que roban los bienes de Egipto para disfrutarlos».

                No se puede describir mejor la función del lector necesario en este nuevo siglo. La razón es bien sencilla. Lo explica bien el experto en comunicación Charly Sarti en su artículo El desafío de la atrofia narrativa: «En un mundo automatizado como el que prevemos, donde las máquinas se encarguen de tareas rutinarias, serán las mentes cultivadas en el arte narrativo y en la creatividad, aquellas capaces de ver patrones, extraer significados y comunicar visiones inspiradoras, las que marcarán el rumbo».

                Pareciera que propongo un renovado elitismo, es cierto, pero es que lo subversivo ahora es ser elitista. Entonces, me pregunto dónde están estos lectores, ¿necesitan, como decía Macedonio, una “carrera” para llegar a serlo? La cosa puede ser más sencilla. Se trata de ser lector salteado, detective y cazador furtivo. Un lector, en definitiva, que no se deje embaucar por la tontería general.

                Hablo de un lector híbrido entre el “compañero amistoso” al que apelaba Laurence Sterne en su Tristram Shandy y esos “lectores termitas” de los que ha escrito Enrique Vila-Matas, «aquellos a quienes les gusta perderse en una bruma de suburbio o en la esquina más olvidada y desde allí estrujarlo todo para así poder mirar la vida con el estilo de la felicidad».

                Estos lectores termitas de Vila-Matas se moverían por los pasajes subterráneos del mercado masivo y diría, en fin, que se parecen más al Montaigne recluido en su torreón con unos pocos libros, un gabinete en penumbra en el que su actividad se hace subversiva estrategia contra la luz cegadora del exceso libresco.

Publicado en Café Montaigne, junio 2024

jueves, 23 de mayo de 2024

 



 

La estantería hipotética

 

                No hay que romperse la cabeza para ver que el mundo de los lectores se ha hecho menos exigente desde el punto de vista intelectual, ético y formal. Muchos de ellos no saben que existen estanterías y se quedan parados en las mesas de novedades como esos montañeros perezosos que se sientan a pasar el día en el primer merendero que encuentran. O peor.

                Cada vez se ven más expositores con ciertos libros en supermercados donde más se ahorra, ubicados entre los detergentes y la comida para gatos. Y hasta es posible que existan ciertos autores que no consideren nada humillante contemplar sus obras en tales compañías si las han creado con fines higiénicos o alimenticios. Bien, allá cada cual.

                Viendo esos expositores he recordado un artículo que Italo Calvino publicó en 1967 y que llevaba el título de ¿Para quién se escribe? Decía allí Calvino que todo escritor debiera preguntarse en algún momento de su tarea por la estantería donde quisiera ubicar sus libros.

                Dejando aparte algunas consideraciones del autor italiano sobre la situación social de su tiempo y que irremisiblemente han quedado obsoletas, el núcleo de su reflexión se mantiene vivo e, incluso, me parece más apropiada que nunca. La situación de la literatura en la actual sociedad de consumo aparece más debilitada si cabe que a mediados del siglo pasado. La mayoría de las editoriales se han rendido al régimen del capital y producen los libros adecuados para obtener los mayores beneficios. De modo que, para crear una masa consumidora inmensa, la estructura editorial ha tenido que rebajar el nivel literario y plegarse a una mera actitud benévola y digestiva.

                Lo que venía a proponer Calvino en su artículo es que el escritor no debe plegarse a satisfacer al lector, sino que ha de imaginar un lector que no existe o producir un cambio en el lector actual. Si la industria cultural, las editoriales y buena parte de la crítica han claudicado de sus antiguas tareas y se han doblegado ante el cada vez más bajo nivel cultural de la sociedad, es el escritor (la literatura) quien “debe proponer un público más culto; más culto incluso que el escritor”.

                Y añadía el autor italiano que la literatura no es la escuela y por ello no tiene por qué adaptarse a los niveles más bajos. “Todo intento de dulcificar la situación con paliativos —una literatura popular— no significa un paso adelante sino un paso atrás”. Aquí me permito corregir al admirado Calvino en el concepto menospreciado. Más que de la “cultura popular”, de la que se ha de desconfiar es de la “cultura de masas”. No se trata de oponer una alta cultura a lo popular pues ambas pueden convivir en régimen de “horizontalidad” (Andreu Jaume) y, juntas, buscar la brecha en la industria cultural.

                Así que el escritor ha de imaginarse una estantería improbable donde colocar sus libros. Sería ésta la estantería de “un saber ligero” (Xavier Nueno) pero que conectara a su vez con textos heterogéneos —crítica, ciencia, ensayo— para ofrecerse a un tipo de lector que quizá aún no existe, pero dispuesto a esquivar las superfluas mesas de novedades y rastrear en profundas estantes cargados de conocimiento. “La literatura debe jugar al alza, apostar al encarecimiento y doblar la apuesta”, proponía Calvino.

                No se trata de aborrecer la literatura fabricada para el simple entretenimiento. Esa ha existido y existirá siempre. Y cada cual (lectores, escritores) elegirá donde prefiere colocarse. Pero también siempre existirá una literatura afín al lector maduro y exigente, al lector con necesidades semánticas, metodológicas y morales más allá de los vacuos productos comerciales. Se trataría más bien de buscar lo que Cynthia Ozick llama “una cierta interacción virtuosa” entre las diversas tendencias de la actividad literaria. Hubo un tiempo en que hasta los más reputados bestsellers mantenían una gran calidad literaria.

                Todo esto, me da por pensar, lleva a una toma de posición, a una actitud ética. En palabras de Calvino “el escritor le habla a un lector que sabe más que él mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más”.

                Decidamos, pues, cada cual en la estantería hipotética donde desearíamos ver nuestros libros si los escribimos o donde los querríamos encontrar si somos lectores.

                No obstante, esta actitud beligerante tiene el riesgo, advertía Calvino, de que la sociedad ponga “fuera de la ley” a la literatura misma, arrinconándola a los sótanos fríos del desprecio y de la irrelevancia. Me preguntaría, dadas las circunstancias, si ese no es ya el momento actual. Y es la propia literatura la que ha de ser consciente de este riesgo y sostener el envite y, si es necesario, replegarse a los cuarteles de invierno del compromiso y la lealtad con la tradición literaria.

                Los escritores son herederos del “nivel alcanzado” (Musil, Echevarría) por tipos como Cervantes, Dickens, Faulkner, Kafka o García Márquez, y ese legado ha de ser defendido con una ética de la resistencia. Se trata de mantener la dignidad de la literatura y hacerlo desde lo que Gombrowicz consideraba fundamental en un escritor: la “superioridad espiritual”.

                Es posible que esa ética de la resistencia conlleve un posicionamiento radical. Es posible, también, que en cierto momento la literatura, los escritores, consideren que su lugar es una cierta clandestinidad, un ocultamiento; dejarse ver lo menos posible para refugiarse en estanterías hipotéticas alejadas de la visibilidad de lo mercantil. Un primer paso para eso es saber en qué estanterías no queremos estar. Lo decía Ricardo Piglia: “La buena literatura es aquella que sabe lo que no quiere ser”.

Publicado en Café Montaigne, mayo 2024

 



Genealogía del oficinista

De Melville a Vila-Matas

                                                                                                                             

                Resulta evidente el vínculo entre el Bartleby de Melville y el narrador del libro de Enrique Vila-Matas acerca de los escritores que renunciaron a la escritura y ya no publicaron más. Pues no es solo el nombre del copista lo que toma prestado el autor de Bartleby y compañía, sino que le da la misma profesión, la de oficinista. Y sospecho que esto no es pura casualidad sino una clara intención de iluminar una genealogía que atraviesa la obra de Robert Walser y la del esquivo oficinista Franz Kafka.

                Ya en su libro sobre el Laberinto del No, hablaba Vila-Matas de que “del cruce entre el Soltero de Kafka y el copista de Melville surge un ser híbrido que estoy ahora imaginando y al que voy a llamar Scapolo…” Y seguía el autor buscando paralelismos con el paseante Walser por su apariencia de bonachón suizo y hombre sin atributos musiliano.

                Pero como la cosa va de oficinistas veo conveniente encontrar el rastro del oficinista en Robert Walser que, si bien él mismo fue amanuense y copista, parecía no disponer de un personaje que lo representara. Pero resulta que sí, que Walser ya “creó” a su oficinista, y nada menos que en su primer libro, Los cuadernos de Fritz Kocher, publicado en 1904 y que, en palabras de Hermann Hesse —quien leyó el libro en su tiempo— eran «casi pueriles composiciones […], ejercicios de estilo característicos de la retórica de un joven irónico».

                El texto de Walser, titulado El oficinista/una especie de estampa, parece inscribirse entre el Bartleby de Melville y el Franz Kafka de los Diarios y de la vida real. Sabemos que Kafka leyó y admiró el Jakob von Gunten de Walser, con el que se partía de risa, pero es casi seguro que Walser no conoció al copista de Melville. Y esto es lo que resulta más sugerente al contrastar el comienzo de los textos de ambos autores.

                Melville nos habla de “un gremio interesante y hasta singular del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas”. Y Walser propone: “Aunque en la vida es un personaje notable, el oficinista no ha sido nunca objeto de un estudio escrito. No, al menos, que yo sepa”. De modo que Melville y Walser, cada uno por su lado, inauguran la genealogía del oficinista a partir de su propia experiencia sin sospechar que años más tarde (pocos en el caso del suizo) sus personajes se encarnarían en el empleado praguense Franz Kafka.

                El oficinista de Walser es hombre “de pocos excesos, come poco, posee aplicación, tacto y adaptabilidad; prefiere parecer estúpido antes que sensato; es joven, pálido, delgado, trabaja en paz, soledad y discreción. Frente a las malas costumbres, adopta fríamente una actitud negativa”. Y añade que “sobrelleva con gusto su silenciosa existencia. Cuando los otros se marchan, él queda, abismado en sus pensamientos”.

                El de Melville destaca por “su aplicación, su falta de vicios y una laboriosidad incesante”. Posee “gran calma y ecuánime conducta”. Dice que es “pálido y delgado”; hombre de “descolorida altivez y austera reserva”. Y, si el copista de Melville se planta y, ante la petición de que copie, responde «preferiría que no», el oficinista walseriano “puede insistir en lo mismo hasta el ridículo”. Si el de Walser “come poco” recuerden que Bartleby se alimentaba exclusivamente de bizcochos.

                Con todo esto, ¿a quién nos recuerdan los atributos tanto físicos como morales de ambos oficinistas? En efecto, parecen los atributos exactos del escritor Franz Kafka, empleado en una oficina de Praga. Pero también son los atributos que marcarían la vida de Robert Walser, hombre inclinado a desaparecer, a convertirse en “cero absoluto” y que, según sus propias palabras, “solo podía respirar en las regiones inferiores”. Walser fue copista en una Cámara de Escritura para Desocupados de Zúrich, sirviente y oficinista antes de internarse en un sanatorio mental donde pasó los últimos veinte años de su vida convertido en paseante de largo alcance. También Melville terminó sus días trabajando en una oficina de la Aduana de Nueva York tras el escaso éxito de sus obras. Vida y ficción parecen fundirse.

                Y si, como dije al principio, todo esto viene a cuento de una genealogía, podríamos hablar abiertamente de la estirpe de los oficinistas, que se inicia en Melville, pasa por Walser y Kafka y se hace materia narrativa en la obra de Vila-Matas. Es bien conocida la admiración del autor catalán por la obra de Walser, a quien ha llamado “su héroe moral”, y su aparición en varias novelas y ensayos. En Doctor Pasavento, Walser es el héroe del narrador para construir su arte de la desaparición. “Admiraba de él la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza”, dice el narrador.

                Llegamos por tanto al oficinista vilamatiano, compendio de los anteriores, una clase de copista posmoderno que, en el libro dedicado a los escritores del No, se conforma con añadir notas a pie de página a un texto inexistente. El narrador de Bartleby y compañía podría haber tenido cualquier otra profesión, periodista, editor, espía o crítico literario. Sin embargo, Vila-Matas se pone la máscara de un solitario oficinista, un hombre que se presenta a sí mismo de esta manera: “nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa”.

                Una oficina pavorosa que nos recuerda a la oficina de Wall Street donde se oculta el Bartleby de Melville; pero también a la Cámara de Escritura para Desocupados donde trabajó Walser; y, por fin, a la oficina de la calle Na Poříčí en Praga, donde Franz Kafka acudía todos los días hasta caer enfermo en 1922.

                El rastreador de bartlebys de Vila-Matas, de nombre Marcelo, pide unas vacaciones de su oficina para dedicarse a buscar las huellas de los escritores de la negación. Se encierra en su casa, aunque “no ir a la oficina aún me hace vivir más aislado de lo que ya estaba. Pero no es ningún drama, todo lo contrario. Tengo ahora todo el tiempo del mundo…”. Es decir, huye de la oficina para estar más aislado, como quería Kafka cuando hablaba de su sola aptitud para la finalidad de escribir: “naturalmente, no di con esta finalidad de un modo autónomo y consciente; fue ella la que se encontró a sí misma y ahora se ve obstaculizada únicamente, pero de un modo radical, por la oficina”.

                La estirpe de los oficinistas, vamos viendo, es una estirpe de seres aislados, poco habladores, negados y negadores del éxito y del reconocimiento social. Son seres que viven en la extrañeza, pero como dice el narrador vilamatiano “vivo a gusto en mi anomalía, mi desviación, mi monstruosidad de individuo aislado. Encuentro cierto placer en ser tan arisco…”.

                Pero cuidado, no nos equivoquemos. Aunque los cuatro personajes de que hemos hablado comparten un parentesco no son réplicas uno de otro, pues, como advertía Borges “el arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es nunca platónico”.

                La estirpe del oficinista es la de individuos que desean estar en otro lugar y que los dejen en paz (el Walser del manicomio). Como Scapolo, “viven en el filo del horizonte de un mundo muy lejano”. El personaje de Vila-Matas, Marcelo, hereda la displicencia del Kafka oficinista ante supuestos hechos grandiosos. “Esta mañana me han llegado noticias del señor Bartolí, mi jefe. Adiós a la oficina, me han despedido. Por la tarde, he imitado a Stendhal cuando se dedicaba a leer el Código Civil para conseguir la depuración de su estilo”, escribe el narrador de Bartleby y compañía. “2 de agosto de 1914. Alemania ha declarado la guerra a Rusia. – Por la tarde, Escuela de natación", anota Franz Kafka en su diario.

                Los oficinistas, “un gremio interesante y hasta singular”, “un personaje notable”, seres aislados, huidizos y amigos de la desaparición, como los escritores más genuinos, seres con ciertas anomalías. Personas y personajes, en fin, que pasean “por los senderos de la más perturbadora y atractiva tendencia de las literaturas contemporáneas”.

Publicado en Café Montaigne, mayo 2024

lunes, 22 de abril de 2024



 

Los rodeos: fundamento de la topografía literaria

 

En su libro La inquietud que atraviesa el rio, el filósofo Hans Blumenberg analiza la metáfora del naufragio y su afección a la literatura y la cultura. Encuentro allí el apartado Algo así como el orden del mundo, un artículo de apenas una página titulado Rodeos, que comienza, a mi parecer, con una afirmación rotunda: «Sólo podemos existir si tomamos rodeos».

Tal afirmación busca su fundamento en la lógica y en la geometría. Entre dos puntos, uno de origen y uno de destino, sólo hay un camino más corto. La geometría euclidiana diría que ese camino es una línea recta. No hace tanto que Einstein nos advertía de que el universo es curvo y, por tanto, el camino más recto no es la línea recta. Da igual, para el caso es lo mismo. Lo que viene a sugerir Blumenberg es que si todos tomáramos el camino más corto sólo llegaría uno de nosotros, pues sólo existe un camino más corto. Por el contrario, existen infinitos rodeos.

El existencialismo facilitó la coartada de tomar ese camino corto (el suicidio) como modo de salir de la existencia desacreditada. Dado que la vida no tiene sentido, pues posee la certidumbre de su propio fin, libres son aquellos que deciden dejar el camino. Pero ya sabemos que los existencialistas, con Sartre a la cabeza, decían cosas que no se aplicaban a ellos mismos. El hombre contra la Naturaleza, de la que Musil dijo «que escoge siempre la ley de los caminos no directos».

Y aquí vendría lo bueno. Porque Blumenberg relaciona esos rodeos con la cultura, de modo que pone en valor ésta como motivadora del sentido vital. Y añade: «La cultura consiste en el hallazgo y la disposición, la descripción y el encarecimiento, la revalorización y la recompensación de los rodeos». De este modo, me parece, Blumenberg entroniza a la cultura como el aspecto determinante para la existencia, pues toma el sentido de esas búsquedas, del manejo y el relato de ese viaje que es rodeo.

Por un lado, la razón nos instruye sobre la idoneidad de ir rectos al final de nuestro destino, desdeñar el paisaje a derecha e izquierda de nuestra ruta. Sin embargo, como ya nos lo dejó claro el Dante, la vida verdadera la encontraremos en la «diritta via smarrita», en el sendero extraviado, en la salida de ruta y el deambular sin rumbo. En definitiva, el paseo ocioso como lo quería Robert Walser. No en vano, la decisión de Walser de encerrarse en un manicomio no deja de ser un tipo de rodeo ante la vida elevada y pública para recluirse en «las regiones inferiores», donde aseguraba sólo podía respirar.

«La culturadice Blumenberg— tiene el aspecto de la racionalidad deficiente». Lo lógico es ir derecho, pero lo humano (lo cultural humano) es desviarse y demorarse en el camino.     Lo oculto y lo atrevido. Si no, acordémonos de Ulises, el primer personaje literario que hizo del rodeo su valor vital. Si el héroe de Troya hubiera regresado en vuelo directo a Ítaca, nada de su historia habría interesado a Homero. Y no seamos ingenuos, Ulises no se vio forzado a su odisea por el destino o por los dioses; de algún modo lo eligió, decidió demorarse por ver qué pasaba. Suena un poco a aquello de Pessoa, «viajar, perder países». Tanto o más irracional que el de Ulises es el viaje de Alonso Quijano que, convertido en Don Quijote, sale a dar un rodeo por el mundo fundando la novela moderna. Como el rey Pirro, Quijano se emancipa de la línea recta de su aburrida vida en casa para poner en práctica lo que había aprendido en los libros.

Y esa lógica irracionalidad, según Blumenberg, nos advierte (¿nos amenaza?) de que lo lateral del camino, los contornos, los aledaños son superfluos, irracionales. Por eso la cultura abreva en las fuentes de lo irracional, de lo superfluo y de lo innecesario. Lo más humano es esa sinrazón, esa antigeometría. ¿Qué hay menos interesante que la realidad, ese camino recto de la vigilia y de lo aparentemente verosímil? Lo dijo Nabokov: «La realidad está sobrevalorada».

Así que no queda otra, me parece. Hemos de configurar la existencia, lo humano, con esos dos elementos: los rodeos y la cultura. «Son los rodeos los que dan a la cultura la función de humanizar la vida», añade Blumenberg. Es decir, el viaje y el extravío llenan la vida de toda persona. La cultura, su estimación y su deleite son la índole que diferencia a los hombres de los animales. Sin cultura, sin cultivo del trayecto, los humanos nos restringimos a lo natural, a la piedra, al árbol, a las montañas. Bellas, no lo niego, pero inertes sin la mirada del poeta.

Es el individuo quien crea su camino. Según Blumenberg, «para nosotros sólo son dignas de conocer las particularidades de los individuos. Incluso las existencias inventadas de la literatura épica son, adicionalmente a las memorias, y las biografías, aprovechamientos topográficos de rodeos fácticamente desaprovechados o no descritos como tales».

La literatura es rodeo y genera rodeos. Los viajes de la ficción, como descubre Blumenberg, son potenciales topografías no recorridas por la realidad (para los creyentes, no realizadas por Dios) y, por tanto, el escritor indaga en lo que pudo ser y no sólo en lo que ha sido, lo factual, lo comprobado. Toda creación literaria —y por alcance, cultural: pintura, música—es un viaje superfluo y alternativo, pero el viaje más humano. Me acuerdo de Canetti que dijo también algo al respecto: «Las intuiciones de los escritores son las aventuras olvidadas de Dios».

Algo parecido —o lo mismo— encontramos en Blanchot. A propósito del infinito literario, en El libro por venir, el autor francés nos habla de la imaginación como alternativa de lo real: «La literatura no es un simple engaño, sino el peligroso poder de ir hacia lo que es a través de la infinita multiplicidad de lo imaginario». Añade que hay menos realidad en lo real, al no ser ésta sino la realidad negada. Es ese déficit lo que nos permite ir de un lugar a otro mediante la línea recta. Son los rodeos que tomamos en la literatura (en la imaginación) «lo que impide que K. llegue alguna vez al Castillo, lo mismo que le impide, para toda la eternidad, a Aquiles alcanzar a la tortuga y quizá al hombre vivo alcanzarse a sí mismo en un punto que tornaría su muerte totalmente humana y, por consiguiente, invisible».

Me parece que todo ha quedado más claro. Se trata de buscar otro camino que no sea el recto, un camino que permita el hallazgo. La Odisea de Homero, La comedia de Dante, El Quijote, Hamlet, En busca del tiempo perdido, el Ulises de Joyce, La montaña mágica, son rodeos a la existencia recta que conduce a la muerte.


martes, 26 de marzo de 2024

 




UNA PÁGINA EN LA TUMBA DE KAFKA [Enrique Lapuente desde Praga]


Estimado Vila-Matas, visité la tumba de Kafka hace unos días y encontré un hatillo de papel en una esquina del espacio.

Por respeto o por superstición no quise desenvolverlo. Sí me acerqué lo que pude para leer lo más visible.

Escritas a mano leí las palabras «Hijos sin hijos». Eso hizo crecer mi curiosidad. Bajo el manuscrito plegado vi una la hoja arrancada de un libro. Me contuve de nuevo de deshacer el hatillo, pero hice una foto del conjunto.

El texto entrevisto en la página arrancada me parecía haberlo leído alguna vez. De regreso en  casa, me puse a revisar sus libros. Me ayudaron la referencia a Kafka, al tal Alessandrino Rossi y al enano. No me sonaba de ninguna de sus novelas. En fin, que di con ello. Se trata de la página 251 de Dietario voluble.

Como las huellas del tiempo no parecían haber estragado los papelitos, entiendo que habían sido depositados recientemente. Y por ello quizá no esté usted informado.

Aquí lo importante es saber si esta costumbre de dejar testimonios de obras que hablan del titular de la tumba se ha puesto de moda o se pondrá.

Me sugiere una especie de cita pero al revés. En lugar de tomar algo del escritor finado, se le ofrenda una página, un párrafo, una línea publicada por otro escritor.

Quizá en el futuro inmediato aparezcan hatillos de papel con una página de Doctor Pasavento en la tumba de Walser o de Montevideo en la de Cortázar. O papelitos de todas sus obras en las tumbas de Roussel, Gombrowicz, Pitol, Nabokov y tantos otros. Habrá que estar atentos.

Un abrazo,

Enrique Lapuente

lunes, 25 de septiembre de 2023

Vila-Matas piensa en su arte

 


Vila-Matas piensa en su arte          o

El doctor Pasavento busca una puerta en el Retiro

 

Visité a Vila-Matas en la sombra de la Feria pues las zonas iluminadas quedaban para las numerosas filas que conducían a los autores de la visibilidad. A lo largo del paseo de coches se veían grandes espacios luminosos, donde los autores de la luz firmaban sus libros con celeridad y artesanía.

Cuando me acercaba a la caseta donde el escritor recibiría a sus lectores, le vi salir por la parte trasera de la Feria, como si hiciera mutis por el foro del teatro literario. Ese día tenía el escritor que firmar sus libros de doce a dos y esa era la razón de mi presencia. Divisé al escritor a pocos metros de la caseta mientras se adentraba en la sombra pues como él mismo había escrito, «a la literatura puede que le siente mejor la oscuridad». Llevaba yo el reciente libro del autor, Montevideo, para que me lo firmara. Libro que había leído ya dos veces para entenderlo del todo pues los libros de Vila-Matas son como esas habitaciones con puertas que hay que abrir varias veces para saber qué hay allí dentro. No le hablaría de mis reiteradas lecturas de sus obras al escritor no fuera a decirme aquello de Valéry de que «no había estado levantándose toda la vida entre las cuatro y las cinco de la mañana para escribir necedades».

Vi que el escritor se alejaba por una alameda a la sombra de árboles centenarios. Me pareció más alto que en imágenes vistas. Caminaba con los hombros echados hacia delante como si le faltara un escritorio donde apoyar los codos. Caminaba sin prisa, como sabiendo que sus lectores esperarían o simplemente le buscarían en sus libros más que en los angostos templetes del mercado libresco.

Se alejaba el escritor por la alameda, a la sombra de castaños y acacias. Se alejaba del lugar acompañado de un joven con mochila a la espalda. Los seguí a cierta distancia, por ver qué pasaba. ¿Estaba el autor desapareciendo? ¿Había decidido desertar de su compromiso de firmas? ¿Se había convertido Vila-Matas en Pasavento y pretendía dejar tirados a lectores y editores? «Y se va. Pero se queda, pero se va. ¿Acaso se ha quedado? Le veo proseguir su camino y veo cómo da un paso más allá…».

Como digo, le seguí a unos metros. Él y su acompañante giraron a la derecha, donde comienza una avenida que lleva a una de las puertas de salida del Retiro, la de Alfonso XII. ¿Era verdad que se marchaba? No sucedió nada de eso. El joven de la mochila hizo una señal hacia una de las terrazas del parque y los dos caminantes se sentaron a una mesa del café. Vila-Matas se quedó allí, esperando, mientras el joven hacía el pedido en la barra (¿era su editor, un fámulo puesto por la editorial o un guardaespaldas encargado de que el escritor no desapareciera?)

Me senté en un banco desde donde podía observar sus maniobras y su posible siguiente paso. Quería saber si tras el refrigerio volvería a la caseta o seguiría su proceso de huida. Recordé que al principio de Doctor Pasavento el narrador dice estar paseando por la «alameda del fin del mundo» y que su acompañante —¿era el de la mochila un trasunto de aquel? —le preguntaba sobre «su pasión por desaparecer».

Quizá era cierto aquello que el escritor había afirmado sobre su tendencia a escribir escenas que viviría más tarde y estaba aquí en el Retiro ejecutando las palabras del libro. Recordé también que unos días antes de aquella escena que yo presenciaba en directo, Vila-Matas había contestado a una revista literaria que era una «tradición en la Feria que haya escritores de gran valía en la sombra», escritores, vino a decir, que no son visibles al contrario de tanto autor falso a la vista de todos. Al observar al escritor allí en la sombra, tomando algo, se me ocurrió que él mismo se había convertido en uno de esos escritores poco o nada visibles, refugiados en la sombra. Supuse que no se refería a sí mismo sino a verdaderos escritores totalmente desconocidos —en la sombra del mundo de lectores— y cuyos libros no pasan de ser leídos por familiares y amigos. Estaba claro que el escritor hablaba de autores como yo mismo, autor de una novela reciente y que había también presentado días antes en la sombra de una caseta poco visitada una tarde lluviosa.

Si en su famoso libro Bartleby y compañía, Vila-Matas había rastreado a autores que dejaron de escribir, ahora, con esas palabras a la revista, ponía el ojo en humildes escritores a oscuras y que sin embargo podrían tener más luz —y lucidez— que tanto escritor de largas colas al sol y libros que se entendían a la primera, esos de los que decía Valéry que tienen «la estúpida manía de su nombre». Tenía, pues, al autor frente a mí, a cierta distancia, pero al alcance de la vista y de mi móvil, así que decidí tomar alguna foto por si era aquella la primera y última vez que lo veía. Aún existía el riesgo de una desaparición pues nadie me aseguraba que, como Pasavento en la alameda del fin del mundo, el autor tomara un tren en la cercana estación de Atocha y se marchara con viento ligero y fresco.

Tiré una foto desde mi posición de espía con cuidado de pasar inadvertido por el propio autor y, sobre todo, por algún turista envidioso de mis imágenes. Ya se sabe el ansia de todo turista fanático por fotografiar lo que otros miran. Temí que, al verme poner el objetivo en un señor sentado en la terraza, una turba de mirones se congregara para acechar al posible famoso. Hice mi foto con disimulo y luego la revisé mientras no quitaba ojo de los movimientos del escritor, no fuera a desaparecer en un descuido. Tuve que ampliar la foto como en aquella película de Antonioni, Blow-Up, que estaba basada en cuento de Cortázar. Revisé la imagen y comprobé que no era demasiado buena. Era oscura por la distancia y por las sombras de los árboles. Esto, pensé, no suponía tanto problema pues al fin y al cabo todo el asunto iba de metáforas de sombra y desaparición. Lo que sí me pareció un estorbo fue una de esas pizarras con ofertas de raciones que ponen los bares a la puerta del local. Y es que justo debajo de la figura concentrada de Vila-Matas se veía un cartel anunciando boquerones en vinagre, mejillones y patatas cuatro salsas. Pensé que aquel cartel de menús me había arruinado la fotografía del gran escritor, pero luego vi que el contraste de literatura y tapas no vendría tan mal.

El escritor seguía concentrado en su móvil quizá buscando un plano online del camino más corto para escapar del Retiro y desaparecer de los lectores y de los boquerones en vinagre. Quizá buscaba la puerta más adecuada, como hacía en Montevideo, que conectara con otra ciudad, Cascais, St. Gallen o Bogotá. El caso es que allí seguía el escritor, sentado y concentrado y me di cuenta de que aquella imagen evocaba el título de uno de sus decisivos ensayos, aquel de Chet Baker piensa en su arte. La foto podía, por tanto, titularse Vila-Matas piensa en su arte. Y a mí se me ocurrió la pregunta de si aquella pizarra con las tapas veraniegas estaría más del lado finnegans o del lado hire de lo literario.

Pero antes de llegar a una conclusión, noté que el escritor y su acompañante se levantaban para abandonar la terraza y las sombras tomando el camino de la alameda, en dirección a la caseta de la feria. Los seguí de nuevo para asegurarme de que el autor no ejecutaba ninguna maniobra de escapada final. Nada imprevisto ocurrió pues Vila-Matas llegó a la caseta en la sombra y se instaló en el rincón donde recibiría a sus lectores. «Pero se queda, pero se va. ¿Acaso se ha quedado?». Me incorporé a la fila de admiradores y esperé mi turno.

viernes, 8 de septiembre de 2023

Poesía cuántica

 

             



Poesía cuántica

 

             Siempre había considerado eso de los heterónimos pessoanos un asunto esotérico y más bien una retórica poética. Pero ya sabemos que la literatura casi siempre es más certera que la propia ciencia.

             Hace un tiempo leí una noticia sobre científicos de la NASA que habían hallado evidencias de la existencia de un universo paralelo donde el tiempo corre hacia atrás. La física cuántica ha desarrollado tales potenciales y llegado a hablar no de uno sino de múltiples universos.

             La llamada «Interpretación de Copenhague» afirma que hasta que no se produce una medición del objeto básico de esa mecánica, la función de onda está formada por la suma de todos los posibles estados. Véase a propósito el famoso “gato de Schrödinger”. Ya en 1955, Hugh Everett defendió que esas otras posibilidades no desaparecen, sino que el universo se ramifica en tantos otros universos como posibilidades.

             Y aquí viene de nuevo Pessoa y sus múltiples personalidades, cada una autora de una obra propia. También la intuición de Oscar Wilde en su Dorian Grey podría estar en la senda de esas teorías de múltiples y paralelos mundos y vidas.

             Pessoa no solo creó varios heterónimos y sus correspondientes obras, sino que alguno de ellos mantuvo una ética cercana a esas teorías científicas cuánticas. La Oda 94 de Ricardo Reis dice así:

 

Viven en nosotros innúmeros

Si pienso o siento, ignoro

quién es quien piensa o siente.

Soy tan solo el lugar

donde se siente o piensa.

Tengo más de un alma.

Hay más yos que yo mismo.

Existo, sin embargo

indiferente a todos.

Los hago callar, yo hablo.

Los impulsos cruzados

de lo que siento o no siento

porfían en quien soy.

Los ignoro. Nada dictan

a quien me sé; yo escribo.

 

             Recordemos que Pessoa/Reis escribió esto antes de 1936, año de “sus muertes”. Hace menos tiempo, ya en el siglo XXI, el científico Sean Carroll reafirma su convencimiento de esos mundos paralelos y según sus palabras «tendré que aceptar la incomodidad de esas otras copias de mí que se producen continuamente».

             Llegados aquí, ¿Quién dice que la literatura, la poesía sólo trata de imaginaciones sin fundamento?

  Por qué Georges Perec Kim Nguyen La uña rota, 2024 67 páginas                       Las razones de Kim Nguyen para escribir ...